Los trabajos plásticos que Pedro Peña Gil ha realizado en estos últimos años, son un retorno a la actitud de aquellos exploradores que deseaban extraer las cualidades de la luz. Aunque, en su caso, sumando el elemento que mejor la presenta: el color. La experimentación de estas obras, al igual que los primeros fotógrafos, le lleva a tomar las imágenes del mundo como una metáfora de las anónimas placas de Petri. Una vez localizados y retratados estos espacios, se manipulan digitalmente los archivos para extraerles las masas que sugieren los lugares donde va a cultivarse el color. Cuando se ha estampado la imagen en diferentes soportes físicos como la madera, el metal o incluso el metacrilato, se procede a la incorporación de los colores diluidos en diferentes técnicas para llenar los claros que las masas oscuras han dejado libre. En los mismos huecos que dejaría la luz, se presentan acuosas formas de color que evocan una de las peculiaridades de la luz, presentarse de una u otra forma cromática según el material que la recibe. En este caso, la elección ya determina los colores para cada experimento concreto. Algunos casos en monocromías y otros una rica paleta de vivos colores. Colores que se desplazan por la superficie en una clara sugerencia de evocar el movimiento perpetuo de la luz, puesto que ella, por mucho que nos empeñemos, nunca podrá congelarse en el tiempo.